En el Kojiki, el libro más antiguo de Japón, se señala la danza lasciva de la diosa Uzume, una figura chamanística poseída por una deidad superior, como el brumoso origen del teatro japonés. La historia sigue: al ver a Uzume bailando en pleno frenesí, los ocho millones de dioses rompieron a reír al unísono y sus carcajadas fueron lo único capaz de sacar a Amaterasu, el Sol, de la caverna donde se había recluido. Gracias a la pantomima, al aplauso a carcajadas de una audiencia divina, hay luz en la Tierra.

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Si en los albores del mundo la danza revolucionó el panteón japonés, ¿podrían las otras artes escénicas en Japón repetir los ecos de esa gesta? ¿Tiene el baile buto la capacidad de revolucionar, además de conmover? ¿Qué hay de ese baile primitivo en la historia del cine japonés? Mejor aún, ¿podemos rastrear el legado de la diosa Uzume hasta las pelambreras coloridas de una serie de anime o de un jissha eiga?

Danza tradicional japonesa (nihon buyo): mai, odori

En Japón, hay dos tipologías principales de danza tradicional: las mai y las odori. Las mai están compuestas de movimientos suaves y circulares, de una precisión milimétrica venida directamente de la elegancia y sofisticación de la corte imperial en Kioto. Allí, las mai proliferarían entre los gobernantes Tokugawa, a partir del siglo XVII. Entre otros, incluyen:

  • Las danzas kagura (bailes sagrados interpretados por sacerdotisas miko en santuarios)
  • El gagaku y el bugaku (danzas que acompañaban las fiestas cortesanas tradicionales)
  • La ennen (la música sagrada bailada en los templos, especialmente durante la era Kamakura)
  • Los shirabyoshi (danzas populares del periodo Heian)
  • El teatro noh, que se entremezcla naturalmente con lo dancístico.
  • La kuniburi no mai, que conmemora el nacimiento del Imperio japonés.
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Los odori, en cambio, mobilizan unos gestos más vigorosos y enérgicos, nacidos en el seno del teatro kabuki. Es odori, por ejemplo, el nenbutsu odori, que en verano pretende invocar la lluvia y las buenas cosechas para la temporada siguiente, o el bon odori, para dar la bienvenida al alma de los ancestros en su visita anual a la Tierra.

El buto o la «danza de la muerte»

El buto surgió como un arte de vanguardia cuya principal característica era la subversión. Cuando apareció, Japón estaba aún devastado por la Segunda Guerra Mundial, y la armonía y la belleza que siempre habían caracterizado las danzas del país ya no tenían sentido tras los millones de muertos de Hiroshima y Nagasaki. La visión de los cuerpos destrozados, moribundos entre escombros, fueron la primera inspiración del buto.

Su fundador fue Tatsumi Hijikata, que recurrió a los movimientos febriles, sexuales e irracionales de sus bailarines para recrear con sus desatadas coreografías un sufrimiento indecible. Hijikata estableció una colaboración fundamental con el brillante Kazuo Ono, un ex-teniente del ejército japonés que usaba el buto para purgar sus traumas de la guerra. Del trabajo de ambos, se estrenaron obras maestras tales que Admirando a la Argentina, Mi madre o El mar muerto.

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Cine japonés, una historia de luces y sombras

Como en el resto del mundo, el cinematógrafo llegó a Japón de la mano de los emisarios de los Lumière. Durante los primeros años, en la época del mudo, las proyecciones se hacían acompañadas por benshi, comentaristas que animaban y explicaban lo que sucedía en pantalla.

Superada esta fase primitiva, el cine japonés se dividiría en dos corrientes temáticas y estilísticas: el jidai-geki, recreación de leyendas y mitos clásicos, y el gendai-geki, películas realistas sobre problemas contemporáneos. Entre 1916 y 1930, llega el cine sonoro y se exportan las primeras cintas niponas a Hollywood (Yasujiro Ozu fue de esos pioneros japoneses en América), pero el intercambio es coartado por la Segunda Guerra Mundial.

Con la ocupación americana, llega una auténtica edad de oro para el cine japonés. Cuentan estos años el éxito comercial de películas como Godzilla (Ishiro Honda, 1954), los premios en el Festival Venecia para Rashomon (Akira Kurosawa, 1951) y Cuentos de la luna pálida (Kenji Mizoguchi, 1954), e incluso el primer Oscar japonés: para La puerta del infierno de Teinosuke Kinugasa (1953).

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Las nuevas olas del cine japonés

A partir de los años sesenta, el cine japonés se ramificaría en cuatro direcciones distintas: la aparición de una Nueva Ola de cineastas pop, rebeldes y occidentalizados; la consolidación de los maestros del chanbara (películas de samuráis); la irrupción de la yakuza eiga, que luego tendría su apogeo en los años 90, con Takeshi Kitano (director de Hana-bi, flores de fuego); y, finalmente, el éxito comercial del fantastique nipón.

Son años de especialización de los estudios de cine en alguna de estas tendencias: la Toho, por ejemplo, realizaba películas de kaiju (monstruos gigantes), la Toei de yakuza, la Nikkatsu financiaba pinku eiga o porno ligero y, finalmente, la Shochiku produjo una enorme cantidad de comedias románticas.

También fueron los años setenta el tiempo de algunas de las películas más polémicas de Japón, como fueron El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima (1976), que fue prohibida y finalmente se estrenó directa a vídeo en 1990.

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Desde la década de los noventa, la industria del cine japonés disfruta de salud y pleno reconocimiento internacional gracias a cineastas como Naomi Kawase, Tetsuya Nakashima, Takashi Miike, Sion Sono, Hirokazu Koreeda o Nobuhiro Suwa.

Anime y jissha eiga: un tesoro por descubrir

Ha llovido mucho desde el nacimiento, en 1917, del primer cortometraje de animación producido en el archipiélago. Doga, llamaban entonces a los primeros productos animados, aquellos que existían antes de incorporar el estilo y el modelo de producción de Disney en la industria japonesa. Hasta 1958, fueron años formativos, luego vino La leyenda de la serpiente blanca (Toei) y lo cambió todo: el mismo Walt Disney quedó impresionado, si bien aún era un proceso demasiado costoso.

Quien marcó el camino para el presente modelo de producción, con presupuestos ajustadísimos para televisión y un mercado feroz, fue la serie Astroboy de Osamu Tezuka (1963-). Aunque más recordado por las nuevas generaciones es quizás Katsuhiro Otomo y su film radical Akira (1988), o Hayao Miyazaki, otro de los genios de la animación japonesa, con películas como La princesa Mononoke (1997) o El viaje de Chihiro (2001) a sus espaldas.

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Hoy día, es inconcebible no reconocer como mínimo algún título de anime en la filmografía básica de todo japonófilo, pero el boom del fanatismo por la japanimation no ha hecho más que empezar.

Estas últimas décadas han visto nacer otro modelo de negocio, el de la jissha eiga, películas de acción real basadas en manga, anime o videojuegos, que ya han dejado títulos tan memorables como Oldboy (Park Chan-wook, 2004) o Kenshin, el guerrero samurái (Keishi Otomo, 2012).

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Descubre Japón – Artes Escénicas

VOLUMEN V. II: ARTES ESCÉNICAS

Allende los cuatro brochazos que componen este brevísimo recorrido histórico, hay tanto más por aprender de teatro, danza, cine y animación japonesa. Para descubrir más sobre el arte escénico japonés, te recomiendo comprar el volumen VI de Japón, el archipiélago de la cultura. En Amazon, lo encontrarás al mejor precio.

Para el sexto volumen, suben a la palestra las artes escénicas, otra de las disciplinas en las que Japón más ha brillado a lo largo de su, de por sí, excepcionalmente fructífero legado artístico. Introducirá el proyecto un ensayo didáctico de Carlos Rubio sobre la confluencia constante entre el dramatismo y la sofisticación en la puesta en escena nipona: noh, kabuki, bunraku… Son todos prueba de esta tensión avivada.

En cuestión de danza, el gesto dramático y coordinado a la perfección será imperante –y así nos lo descubrirá Eduard Terrades–, excepto en el caso del buto. Quienes lo conozcan, sabrán que el buto es todo menos dominable. La «danza más misteriosa del mundo», como la llama Ana Vidal Egea, sigue portando consigo un enigma para quien la vea y una suerte de exorcismo para quien la practique.

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Todo lo contrario al lenguaje compartido del cine, al que Mike Hostench dedica un entusiasmado travelling, desde los albores y los clásicos hasta las últimas y desconocidas obras independientes y de género. También Hostench firmará los capítulos dedicados al anime, esa gigantesca industria que cada año toneladas de nuevos productos para el público-fan, junto con perlas que el mismo Hostench destaca.

En colaboración con Terrades, retornará a la cuestión del jissha eiga, ese cine basado en manga, anime, novelas y videojuegos, que parece estar basado en complacer a la comunidad de seguidores, pero que, como con todas las artes populares, acaba escondiendo títulos verdaderamente imprescindibles en su seno.

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